CATEQUESIS DEL PAPA: “DEL ENCUENTRO CON EL ROSTRO MISERICORDIOSO DE JESÚS, NACE LA ALEGRÍA DE LA ESPERANZA”
15 | 03 | 2017
“La caridad es una gracia: no
consiste en el hacer ver lo que nosotros somos, sino en aquello que el Señor
nos dona y que nosotros libremente acogemos; y no se puede expresar en el
encuentro con los demás si antes no es generada en el encuentro con el rostro
humilde y misericordioso de Jesús”, con estas palabras el Papa Francisco
explicó en la Audiencia General del tercer miércoles de marzo, el significado
de la alegría de la esperanza.
Continuando su ciclo de
catequesis sobre “la esperanza”, el Obispo de Roma señaló que, “el Señor Jesús
nos ha dejado un gran mandamiento, que es aquel de amar: amar a Dios con todo
el corazón, con toda el alma y con toda la mente y amar al prójimo como a
nosotros mismos”. Es decir, estamos llamados al amor, a la caridad y esta es nuestra
vocación más alta, nuestra vocación por excelencia; y a esa está ligada también
la alegría de la esperanza cristiana.
“En el pasaje de la Carta a los
Romanos que hemos apenas escuchado, precisó el Pontífice, San pablo nos pone en
guardia: existe el riesgo que nuestra caridad sea hipócrita, que nuestro amor
sea hipócrita”. Entonces nos debemos preguntarnos dijo el Papa: ¿Cuándo sucede
esto, esta hipocresía? Y ¿Cómo podemos estar seguros de que nuestro amor sea
sincero, que nuestra caridad sea auténtica?
“Pablo nos invita a reconocer que
somos pecadores – puntualizó el Papa – y que también nuestro modo de amar está
marcado por el pecado”. Al mismo tiempo, pero, se hace mensajero de un anuncio
nuevo, un anuncio de esperanza: el Señor abre ante nosotros una vía de
liberación, una vía de salvación. Es la posibilidad de vivir también nosotros
el gran mandamiento del amor, de convertirnos en instrumentos de la caridad de
Dios. Y esto sucede cuando nos dejamos sanar y renovar el corazón por Cristo
resucitado.
Texto completo de la catequesis
del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas,
¡buenos días!
Sabemos bien que el gran
mandamiento que nos ha dejado el Señor Jesús es aquel de amar: amar a Dios con
todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente y amar al prójimo como a
nosotros mismos (Cfr. Mt 22,37-39). Es decir, estamos llamados al amor, a la
caridad y esta es nuestra vocación más alta, nuestra vocación por excelencia; y
a esa está ligada también la alegría de la esperanza cristiana. Quien ama tiene
la alegría de la esperanza, de llegar a encontrar el gran amor que es el Señor.
El Apóstol Pablo, en el pasaje de
la Carta a los Romanos que hemos apenas escuchado, nos pone en guardia: existe
el riesgo que nuestra caridad sea hipócrita, que nuestro amor sea hipócrita.
Entonces nos debemos preguntar: ¿Cuándo sucede esto, esta hipocresía? Y ¿Cómo
podemos estar seguros de que nuestro amor sea sincero, que nuestra caridad sea
auténtica? ¿De no aparentar de hacer caridad o que nuestro amor no sea una telenovela?
Amor sincero, fuerte.
La hipocresía puede introducirse
en todas partes, también en nuestro modo de amar. Esto se verifica cuando
nuestro amor es un amor interesado, motivado por intereses personales; y
cuantos amores interesados existen… cuando los servicios caritativos en los
cuales parece que nos donamos son realizados para mostrarnos a nosotros mismos
o para sentirnos satisfechos: “pero, qué bueno que soy”, ¿no?: esto es
hipocresía; o aún más, cuando buscamos cosas que tienen “visibilidad” para hacer
alarde de nuestra inteligencia o de nuestras capacidades. Detrás de todo esto
existe una idea falsa, engañosa, es decir que, si amamos, es porque nosotros
somos buenos; como si la caridad fuera una creación del hombre, un producto de
nuestro corazón. La caridad, en cambio, es sobre todo una gracia, un regalo;
poder amar es un don de Dios, y debemos pedirlo. Y Él lo da gustoso, si
nosotros se lo pedimos. La caridad es una gracia: no consiste en el hacer ver
lo que nosotros somos, sino en aquello que el Señor nos dona y que nosotros
libremente acogemos; y no se puede expresar en el encuentro con los demás si
antes no es generada en el encuentro con el rostro humilde y misericordioso de
Jesús.
Pablo nos invita a reconocer que
somos pecadores, y que también nuestro modo de amar está marcado por el pecado.
Al mismo tiempo, sin embargo, se hace mensajero de un anuncio nuevo, un anuncio
de esperanza: el Señor abre ante nosotros una vía de liberación, una vía de
salvación. Es la posibilidad de vivir también nosotros el gran mandamiento del
amor, de convertirnos en instrumentos de la caridad de Dios. Y esto sucede
cuando nos dejamos sanar y renovar el corazón por Cristo resucitado. El Señor
resucitado que vive entre nosotros, que vive con nosotros es capaz de sanar
nuestro corazón: lo hace, si nosotros lo pedimos. Es Él quien nos permite, a
pesar de nuestra pequeñez y pobreza, experimentar la compasión del Padre y
celebrar las maravillas de su amor. Y entonces se entiende que todo aquello que
podemos vivir y hacer por los hermanos no es otra cosa que la respuesta a lo
que Dios ha hecho y continúa a hacer por nosotros. Es más, es Dios mismo que,
habitando en nuestro corazón y en nuestra vida, continúa a hacerse cercano y a
servir a todos aquellos que encontramos cada día en nuestro camino, empezando
por los últimos y los más necesitados en los cuales Él en primer lugar se
reconoce.
El Apóstol Pablo, entonces, con estas palabras no quiere reprocharnos, sino mejor dicho animarnos y reavivar en nosotros la esperanza. De hecho, todos tenemos la experiencia de no vivir a plenitud o como deberíamos el mandamiento del amor. Pero también esta es una gracia, porque nos hace comprender que por nosotros mismos no somos capaces de amar verdaderamente: tenemos necesidad de que el Señor renueve continuamente este don en nuestro corazón, a través de la experiencia de su infinita misericordia. Y entonces sí que volveremos a apreciar las cosas pequeñas, las cosas sencillas, ordinarias; que volveremos a apreciar todas estas cosas pequeñas de todos los días y seremos capaces de amar a los demás como los ama Dios, queriendo su bien, es decir, que sean santos, amigos de Dios; y estaremos contentos por la posibilidad de hacernos cercanos a quien es pobre y humilde, como Jesús hace con cada uno de nosotros cuando nos alejamos de Él, de inclinarnos a los pies de los hermanos, como Él, Buen Samaritano, hace con cada uno de nosotros, con su compasión y su perdón.
Queridos hermanos, lo que el Apóstol Pablo nos ha recordado es el secreto para estar – uso sus palabras – es el secreto para estar “alegres en la esperanza” (Rom 12,12): alegres en la esperanza. La alegría de la esperanza, para que sepamos que en toda circunstancia, incluso en las más adversas, y también a través de nuestros fracasos, el amor de Dios no disminuye. Y entonces, con el corazón visitado y habitado por su gracia y por su fidelidad, vivamos en la gozosa esperanza de intercambiar con los hermanos, en lo poco que podamos, lo mucho que recibimos cada día de Él. Gracias.